domingo, 26 de agosto de 2007

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE.


Este mes de agosto estuvimos pasando un par de semanas en Nueva York, esa ciudad fascinante y bulliciosa de la que se dice que "nunca duerme". Jose ha ido en repetidas ocasiones y ha estudiado allí durante cerca de año y medio, pero para mí era la primera vez. Me ha gustado todo: los rascacielos, el tráfico incesante, los escaparates de las tiendas, los impresionantes museos, el día y la noche paseando por el puente de Brooklyn... Sí, me ha gustado todo, sobre todo los contrastes. El pensar que en esa ciudad, en nuestro mundo, todo es posible. Incluso sentirse solo, en medio de enormes rascacielos, por eso hemos escogido para nuestra entrada a un personaje fascinante en su repetición y aparentemente anodina vida: Bartleby, el escribiente.
















"¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo, y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.
Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar, siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Puer era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: Preferiría no hacerlo. Y entonces, ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las posibilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento; Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo y la cuarta no sé quién la tenía.



Ahora bien, un domingo de mañana, se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia en la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y un raro y andrajoso deshabillé.


Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que preferiría no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.

La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominos. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domindo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podría estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.


Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío, una caja de pasta y un cepillo; en una silla, una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcochos de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí.


Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero su soledad, ¡qué terrible! Piensen.


Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado.


¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada - una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!


Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora, el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway y los comparé al pálido copista, reflexionando: Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el undo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. "


Bartleby el escribiente
Herman Melville
traducción de Jorge Luis Borges


José Manuel: Transcurridos casi veinte años me resulta extraño, pero lo cierto es que durante mis propias soledades neoyorquinas, en 1989, cuando acaba de llegar allí para cursar estudios de literatura comparada en la Universidad de Columbia, Melville y su "Bartleby" fueron muy importantes para mí. Mi primer trabajo para el títul0 de Master of Arts se lo dediqué a este texto tardío del autor, que comparé con sus dos primeras novelas, Typee y Omoo. El eje de mi ensayo era una comentario que había hecho Luis Izquierdo en una de sus clases de Estudios Literarios, a las que asistí cuando cursaba filología en la Universidad de Barcelona: "Bartleby desiste de actuar en el paraíso de la acción". Y, en efecto, todavía hoy Nueva York es, ante todo, eso: el paraíso de la acción. Hacia el final de mi trabajo, yo decía:

"La Wall Street a la que pertenece Bartley es un mundo estéril en el que el frenesí de la superficie oculta la intensa parálisis moral e intelectual que acecha en el alma de cada inviduo. Como el Tahití que se describe en Omú, la Wall Street de «Bartleby» es un mundo espiritualmente enfermo. Las excentricidades de Nipper y Turkey no son sino síntomas de esta descomposición. La frenética existencia que se ven obligados a llevar para ganarse el sustento es tan incompatible con el desarrollo intelectual como lo era el paradisíaco Typee para el narrador de esa obra."

Una de mis grandes paradojas como individuo es que sigo suscribiendo estas palabras a pesar de que, con el paso de los años, he terminado por encontrar en Manhattan (de la que Wall Street no es sino un epítome) mi más genuino paraíso.