martes, 26 de noviembre de 2013

Desde el balcón.

Estoy haciendo un curso de literatura en el Corte Inglés cuya tutora es la escritora Mercedes Abad. El curso está bastante bien y aunque son sólo 10 clases y está todo muy condensado, siempre sacas alguna cosa nueva o alguna sugerencia original. Con todo, lo mejor son los comentarios de la profesora y de los propios compañeros. Y escribir, por supuesto. Aceptar el reto de escribir cosas nuevas por el placer de hacerlo y también de leer y de analizar textos ajenos.

Uno de los primeros ejercicios que hicimos consistía en escribir un cuento corto, no más de 30 líneas, que tenía que versar sobre el caso de una mendiga a la que quemaron hace unos años en un cajero automático de Barcelona. 

El tema no me inspiraba nada en absoluto. Tampoco me apetecía escribir sobre eso. Pero... escribir es un oficio y eso era un ejercicio, nada más. Para mi sorpresa el resultado me gustó y por eso me apetecía compartirlo.






Desde el balcón


Llueve. La temperatura es de 15º C y apenas hay viento. Alguien ha roto las moneditas del logo de la Caixa, dejando la estrella azul como si fuera un fantasma solitario.

            -¡Cierra la ventana, que vas a coger frío y ya es lo que te faltaba! – mi madre grita desde el pasillo, pero yo finjo que no la he oído y sigo en el balcón respirando el aire húmedo que anuncia la noche.

Tengo 53 años y todavía fumo a escondidas.

La Charito entra en el cajero automático arrastrando los pies. Doy una calada mientras le miro el culo. Estuve enamorado yo de la Charito, pero nunca se lo dije.

            -¿No estarás fumando?- pregunta mi madre, esta vez desde el comedor. No me molesto en contestarle. En cambio espiro con placer mientras miro a la Charito acomodándose en sus cartones para pasar la noche.

            - ¡Hijo, venga, ven conmigo que empieza tu programa favorito! Doy otra calada. La verdad es que a mí no me gusta la tele. Prefiero fumar.

Sonrío mirando a la Chari y pensando en que tal vez ella podía haber sido mi mujer, si yo me hubiera atrevido a pedirle salir…  “Bueno, es igual, hace ya tanto de eso”, pienso, y tiro la colilla por el balcón.

Justo cuando, como cada vez, voy a lanzarle una última mirada de buenas noches veo que un par de chicos se bajan de una moto. Aparcan. Entran en el cajero. Intercambian unas pocas palabras con la Chari, como si la conocieran,  y luego le lanzan algo que de lejos me pareció como una jarra de agua y al instante siguiente ella está ardiendo.

-          ¿Tengo que venir a cerrarte yo la puerta del balcón?¿Cómo te lo tengo que decir? No me gusta que fumes a escondidas en tu cuarto como si tuvieras catorce años…  
-          ¡Ahora no, mamá!– le di un empujón y bajé escaleras abajo.


viernes, 15 de noviembre de 2013

EL BARQUERO DEL CAMPO GRANDE

Cuando era pequeña me llevaban a menudo al Campo Grande, en Valladolid, para que correteara entre los árboles. 

El Campo Grande es un parque urbano, pero con árboles frondosos y con un estanque que, sobre todo a los ojos de una niña, resultaba ser inmenso. Los domingos me montaban en la barquita que recorría el "lago". 

El barquero contaba un montón de historias mientras remaba. Aquello era como un viaje transcontinental:  estaba la isla de las muñecas con las cabezas que colgaban de las ramas de los árboles y  la casa de una bruja que marcaba su territorio con una escoba. Los patos y los cisnes negros y blancos se apartaban a nuestro paso. Y las palabras, supongo, se quedaron prendidas en mis oídos para siempre, más allá de su significado, porque aún escucho su eco. No hace falta que preste demasiada atención, su sonido es todavía muy perceptible para mí. Eso significa que cada vez que doy un paseo por el estanque del Campo Grande sigo oyendo susurros de duendes y de seres sobrenaturales, sigo creyendo que hay vida más allá de la superficie del agua. 

Hace unos años murió el barquero, pusieron una placa en las piedras que rodean el estanque y me pareció triste, pero bonito; un homenaje, al fin y al cabo, para aquel que lleno de palabras aquel lugar.

Sin embargo, este verano pasado, una tarde al pasar por allí vi a un barquero con un nuevo cargamento de palabras y de pasajeros.