domingo, 22 de junio de 2014

La palabra que vuela

Este mes de junio, por diferentes circunstancias, he ido a contar a varias prisiones de Barcelona. Me gusta llevar los cuentos a sitios donde se necesitan y creo que allí se necesitan porque, independientemente de las razones por las que la vida les haya llevado a cada uno allí, lo cierto es que, estaréis conmigo, no es un lugar agradable en el que estar. 


Si hay algo que no se puede encerrar es la palabra y la imaginación: esa vuela libre y regresa al lugar de donde vinimos o viaja a los lugares donde nos gustaría estar. Tener el poder de emocionarse con las historias significa ser capaz de salir de uno mismo y conectar con otros mundos que se hacen propios por un instante; en ese viaje y en esa relación hay infinitas posibilidades.

Hace mucho tiempo conté en una prisión de mujeres una historia que produjo un efecto en ellas (porque era una prisión de mujeres) y en mí que nunca olvidé, y que el otro día volvió a repetirse.

Les conté un libro ilustrado: El árbol generoso (The giving tree) de Shel Silverstein. Es la historia de un árbol y de un niño que va creciendo a lo largo del relato. El árbol siempre da y el niño siempre recibe y nunca se queda satisfecho. Al final uno se pregunta con cierta tristeza quién es más feliz: si quién da o quién recibe. Y luego elegimos cuanto dar y hasta qué extremo. Ellas se identificaron por completo con el árbol hasta el punto que me dijeron: ¡el árbol es mujer!


Me hizo gracia porque en inglés el pronombre usado para el árbol es She/Ella, así que en cierto modo, era verdad. El árbol era mujer. 

Mi amiga y contadora Catherine Favret les contó varias historias de los orishas, entre ellas cómo se formó el arco iris, y pude ver como varias de las chicas se emocionaban en un auténtico viaje a los orígenes porque eran cubanas. Los orishas para ellas no son solo cuentos bonitos, son una religión, algo que toca las raíces y el alma. 

En realidad, pensé, todas las historias tienen este poder de emocionar, tocarnos de una manera u otra y transformarnos.

Pero hay momentos en los que uno está más receptivo a determinados cuentos que otros. La voz, el lugar, el momento, el universo se confabula para que aquello te diga algo y tu escuchas y te maravillas, una vez más, del poder de las historias para llegarnos tan adentro.



Ilustración de Su Blackwell.


miércoles, 11 de junio de 2014

Cuentos en el gulag: un misterio eliadeano



Hace ya mucho años, al leer el prefacio de Mircea Eliade a la edición en inglés de su novela La noche de San Juan, me encontré este pasaje que desde entonces no he podido olvidar:
El modo específico de existencia del ser humano presupone la necesidad de enterarse de lo que sucede y, por encima de todo, de lo que puede suceder en el mundo que le rodea y en su propio mundo interior. El que esto atañe a la estructura de la condición humana lo muestra, entre otras cosas, la necesidad existencial de escuchar relatos y cuentos de encantamiento. En un libro sobre los campos de concentración de soviéticos de Siberia, Le Septième Ciel, el autor J. Biemel dice que todos los internos de su barracón –casi un centenar– lograron sobrevivir (mientras en otros barracones morían diez o doce personas cada semana) porque cada noche escuchaban a una anciana contar cuentos de encantamiento. Tan imperiosa era la necesidad de historias que sentían, que cada interno renunciaba a parte de su ración diaria de comida con tal de que la anciana no tuviera que trabajar durante el día y pudiera reservar sus fuerzas para sus inagotables recitales de cuentos. («Preface» a The Forbidden Forest, Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1978, p.VII


Mi interés por indagar sobre la importancia para el ser humano de escuchar y contar historias deriva en gran medida, aunque no exclusivamente, de las reflexiones que Eliade hace sobre la cuestión en este prefacio, y sobre todo de la anécdota, tomada de «J. Biemel» sobre la anciana narradora del gulag y sus «inagotables recitales».

A mediados de los años noventa, cuando me decidí a sistematizar los datos y testimonios que tenía sobre esta cuestión, una de las primeras cosas que hice fue buscar la fuente original de la anécdota. En aquellos tiempos pre-internet no fue tan fácil como yo esperaba. En primer lugar, «J. Biemel» no me llevó a ninguna parte. Finalmente, di con Le troisime ciel (no Septième), una novela publicada por la parisina Plon en 1952 y nunca traducida al castellano o al inglés. La obra, al menos en parte, está ambientada en el gulag soviético, y su autor es Jean Rounault, pseudónimo de Rainer Biemel (no «J. Biemel»), un escritor rumano de lengua francesa que fue deportado por los soviéticos. Con el tiempo obtuve un ejemplar de la novela, pero mucho que busqué no pude encontrar en ella la historia de la anciana narradora. Probé con otra obra de Biemel/Rounault que sí se tradujo al inglés Nightmare: The Experiences of a French Journalist in a Soviety Labor Camp (Nueva York, Crowell, 1952), en la que el autor refiere sus experiencias en el gulag y donde era razonable esperar que estuviera la anécdota referida por Eliade. También fue en vano.
 
¿De dónde procedía, pues, la historia? Era evidente que Eliade se había confundido a la hora de citar su fuente, aunque comencé a sospechar que quizá no había tal confusión, y la anécdota era de su invención, aunque había decidido atribuírsela a un autor al menos en parte inventado.

Años después, en abril de 2006, gracias a la mediación de Joaquín Garrigós (espléndido traductor, entre otras cosas, de La noche de San Juan, publicada en 1998 por Herder), tuve la oportunidad de escribir a Mac L. Ricketts, amigo y biógrafo de Eliade, con la esperanza de que quizá él podría aclararme el misterio en torno a esta historia y su fuente original. En mi mensaje le daba cuenta de lo que había podido averiguar, y le preguntaba si le constaba que Eliade había conocido a Biemel.


En su primera respuesta Ricketts me dijo que «Eliade leía tanto que no es de extrañar que a veces se confundiera. No me consta que conociera a Biemel. Lo más probable es recordar haber leído su libro o libros, y también recordara el relato por haberlo leído en otro lugar; esa es mi suposición. Si pudiera usted encontrar a un experto en la literatura del gula esa persona quizá podría ayudarla».

Esta respuesta me decepcionó mucho, pues casi había dado por seguro que Ricketts me ayudaría a solucionar el enigma. Sin embargo, pocas horas después me mandó otro mensaje con en el que me decía que había buscado en las partes inéditas del diario de Eliade y había encontrado, en una anotación del 12 de febrero de 1949, constancia de un encuentro entre Eliade y Biemel, en casa de un amigo común. En ella Eliade describe al otro escritor como alguien «muy engreído, con los aires de un agregado cultural, protegido del ministro, y, a mismo tiempo, con el complejo de superioridad de un editor de vanguardia». En una anotación del 12 de febrero ese mismo año, proseguía Ricketts, Eliade vuelve a referirse a Biemel, y dice que es una persona obsesionada por la astrología, si bien, añade Ricketts, «es imposible saber si Eliade sabía esto por conocimiento personal o por rumores». Ricketts concluía su mensaje diciéndome: «¡De modo que por lo menos sí que lo conoció, y no le causó una impresión muy favorable!


Y esto es todo. Se tratara de una confusión de Eliade al citar la fuente, o de una extraña y retorcida forma de atribuírsela a alguien que le había caído mal, pero de quién quizá la había escuchado, el misterio sigue sin resolver. Aun así, la historia de la anciana narradora, con su salvífico e inagotable repertorio de cuentos no pierde por ello fuerza y, sí, plausibilidad. 


lunes, 2 de junio de 2014

Juana Rodríguez y el cuento de Policarpo

Este mes hemos publicado un artículo en el boletín nº 20 de AEDA (Asociación de Profesionales de la Narración Oral en España). 

Nos hace especial ilusión porque nos recuerda los veranos en Prioro, León, y, sobre todo,  la persona entrañable y estupenda narradora que es Juana. 
Os invitamos a leerlo a través del siguiente enlace: