martes, 27 de enero de 2015

En el 183 cumpleaños de Lewis Carrol

Hoy es el 183 aniversario del nacimiento del escritor y fotógrafo británico Charles Ludwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll (1832-1898), a quien debo no sólo mi pasión por la literatura, sino también mi conocimiento de la lengua inglesa, y de todos los caminos que dicho conocimiento me ha abierto. A Carroll debo también mi amistad, no por más breve menos atesorada, con Luis Maristany (1937-1992), quizá el mejor traductor de Carroll al castellano.

Al finales del verano 1977, entre unos libros de mi padre que estaban pendientes de embalarse antes de su traslado al nuevo apartamento al nos íbamos a mudar al inicio del curso, me encontré con Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, en ediciones del Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, que yo entonces pensaba que sólo publicaba cosas muy serias. Hasta ese momento, lo único que sabía de Carroll es que, además de haber escrito Alicia en el país de las maravillas, había sido también matemático. 




Ignoraba por completo que el libro tuviera una segunda parte, y que pudiera tener el más mínimo interés para los adultos. Por aquellos tiempos de mi incipiente adolescencia, yo era, culturalmente hablando, un tarugo cuya lectura más seria era La llamada de la selva de Jack London, y cuyos gustos en materia de libros que no se fuesen cómics se decantaban sobre todo por las novelas originales de Tarzán escritas por Edgar Rice Burroughs. Para mí Alicia consistía sobre todo en una película de Disney que sólo conocía en una versión en cómic, y alguna adaptación ñoña que, en algún momento, se había cruzado en mi camino.

Pero aquellos dos libros que tenía en las manos parecían novelas, si bien estaban profusamente ilustrados con unas imágenes de un estilo anticuado pero atractivo, y además estaban repletos de notas. Había en ellos algo subyugante que decía, imperiosamente, “¡Léenos!”

Y así lo hice. Aquel final de vacaciones de 1977 será para mí siempre aquel en el que me leí por primera vez los libros de Alicia en la traducción (pionera entre las versiones integrales) de Jaime de Ojeda, publicada en Madrid por Alianza Editorial en 1970 (Alicia) y 1973 (Alicia a través del espejo). Me enamoré no sólo de ellos, sino de su autor y de la época en la que vivió, de la que se hablaba con detalle en las notas. Éstas también se referían a menudo a los juegos de palabras “intraducibles” que salpicaban la obra, y que hacen aconsejable leerla en el original.

Esto último hizo que a mí, que estudiaba inglés a regañadientes porque no le veía ninguna utilidad práctica, me entraran unas ganas irreprimibles de dominar esa lengua. Eso no impidió que todavía durante el BUP me suspendieran varias veces esa asignatura, pero el caso es que en 1981, con dieciocho años cumplidos, ya puede decirse que podía leer más o menos de corrido cualquier texto en esa lengua. Eso lo pude constatar en el verano de ese año, cuando fui a perfeccionar la lengua a… Dublín. Sí, Dublín. Podría haber elegido Oxford, es verdad, pero es que para entonces otra pasión literaria me consumía (sin que por ello la anterior me hubiese abandonado).


En efecto, lo habéis adivinado: por aquel entonces yo había caído a los pies de James Joyce, y aquel viaje a Irlanda tenía menos que ver con el aprendizaje de la lengua inglesa que con el impulso de peregrinar a los santos lugares joyceanos: la torre Martello de Sandycove, el número 7 de la calle Eccles… Pero esta es otra historia, que ya os contaré (o no) en el siguiente aniversario.

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