miércoles, 19 de agosto de 2015

La lengua de los secretos de Martín Abrisketa

Hace unos días me terminé de leer La lengua de los secretos de Martín Abrisketa, que ha publicado Roca editorial y que también podéis comprar en formato Seebook.  




Se trata de un auténtico libro de aventuras donde no te va a faltar de nada para que te lo pases en grande: piratas, bombas, madres por las que uno lo da todo, amigos con los que recorrer el mundo y hambre, bastante hambre, amistad y, sobre todo, imaginación para superar cualquier embate del destino. Y todo con la Guerra Civil española de trasfondo...

Pero el libro no es sólo eso, ¡cómo si fuera poco! No, el libro es también una carta a corazón abierto donde el autor nos habla de la relación con su padre y de esos silencios que nos separan, cuando nos deberían unir, de como la edad nos hace, si no madurar, al menos aprender a ponernos en el lugar del otro y reescribir el pasado como debería ser, que para eso está la literatura, ¿no? Porque si de algo va también el libro es sobre lo mucho que sirve escribir para uno mismo y no sólo para los demás. 

En definitiva es una historia que, al leerla, si no sabes volar, te vienen como unas ganas locas de intentarlo. 

Aquí os dejo una muestra de la prosa sencilla y directa de Martín Abrisketa. Creo que podría leerse como un cuento corto y todo, espero que os abra boca.

La cara del diablo. Invierno de 2012
He de confesar que de pequeño volaba muy mal. Me di cuenta de la circunstancia un día de verano de mil novecientos setenta y tantos que había amanecido con un aburrimiento terrible en el ambiente, un tedio de esos que te hace pensar si merece la pena seguir siendo un niño. Al fin se me ocurrió una idea para pasar el rato... Me subí a la barandilla del balcón de la cocina, cerré los ojos y me arrojé al vacío. 
Sucedió algo inaudito: ¡caí a plomo!
Por suerte, en aquella época veraneábamos en un primer piso, y justo debajo del balcón crecía un césped mullidito; con lo cual al estamparme contra el suelo, lo único que me pasó fue que me mordí la lengua (al parecer olvidé cerrar la boca en la maniobra de despegue). Me incorporé apresuradamente, por si había algún observador en las inmediaciones, y llamé al timbre de casa, ¡riiiiin, riiiiiin! 
Oye, pero ¿no estabas jugando en el balcón?, preguntó mi abuela al abrir la puerta. 
(Capítulo 54 bis). 




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